sábado, 21 de septiembre de 2013

Conflicto y mediación por Edmundo Rodríguez

En los últimos días hemos conocido iniciativas para impulsar la mediación como alternativa a los procesos judiciales. En un momento de creciente conflictividad social e impulso de medidas para limitar el acceso igualitario al Servicio Público de la Justicia, las piedras del muro han decidido solicitar una colabor
ación. Quién mejor que Edmundo Rodríguez Achútegui. Magistrado y Coordinador de Jueces para la Democracia en Euskadi. Aquí su colaboración.


Históricamente la solución de conflictos se solventaba conforme a la ley del más fuerte. Un paso de gigante se produjo al atribuir al rey la facultad de resolver las controversias, justificando tal facultad en atribución divina. Con el tiempo, y al margen de construcciones que justificaban tal poder en otros orígenes, se pasó a atribuir al Poder Judicial, más o menos ligado al poder ejecutivo, la función de juzgar los litigios, imponiendo la solución de forma coercitiva. Pero desde siempre ha existido también la solución pactada, el acuerdo entre quienes se reconocían iguales para solventar una disputa.
Pues bien, hoy en día es cada vez más frecuente recurrir a la mediación para solucionar conflictos. Además suele relacionarse con la actividad de los tribunales, cuando se trata de un instrumento para resolver las diferencias que surgen en cualquier relación social o humana. Incluso se destaca su utilidad para disminuir la carga de trabajo de los tribunales. Pero creo que hay que aclarar algunas ideas elementales. 

En realidad la mediación es una forma de propiciar el entendimiento, el acuerdo ante una situación conflictiva. En lugar de acudir al poder que ostenta un tercero, sea juez o administración pública, o al que se otorga por quienes discrepan con el fin de resolver un enfrentamiento, como ocurre con el arbitraje, con la mediación se propicia que no haya un poder superior, sino un catalizador (el mediador) de una salida negociada a la crisis que enfrenta dos posiciones. 


El atractivo de esta forma de solucionar diferencias es obvio. La solución no se impone por un poder superior, aunque las partes discrepantes le reconozcan legitimidad para verificarlo. Por el contrario, se basa en el mutuo reconocimiento de que la salida puede negociarse, adoptarse de forma consensuada, con recíprocas concesiones que permiten dar satisfacción al problema que les agobia. Es una solución basada en el reconocimiento mutuo, en la aceptación de una solución convenida que evita que el conflicto persista y se agrave. 

Se trata, por lo tanto, de una fórmula muy atractiva en la actual situación de crisis. Porque los conflictos que salpican cualquier sociedad moderna se están solucionando de manera impuesta, sin un reparto equitativo de sacrificios y de forma autoritaria y arbitraria. No me resisto a dejar de citar el ámbito laboral, pues las sucesivas reformas que se han puesto en marcha han mermado considerablemente la negociación colectiva, poniéndose el poder del lado de una de las partes, a la que se favorece sin rubor, en lugar de tutelar formas de entendimiento que permitan salidas pactadas. Un camino que sembrará las relaciones sociales de conflictos, en lugar de apaciguarlos. 

En cuanto a los conflictos que suelen trasladarse a los tribunales, la solución mediada facilita una solución a la “litigiosidad impropia”, esto es, al conflicto que subyace en el fondo de un enfrentamiento que aflora mediante caminos estereotipados, que no reflejan la verdad de la querella, ocultando su esencia, lo que dificulta pacificarlo. Es típico en el caso de sociedades, pero también en otras fórmulas sociales, como las comunidades de propietarios, o incluso en asuntos de familia, que las reclamaciones y demandas sean sólo una excusa para presionar con otra finalidad al contradictor. Así, las sistemáticas impugnaciones de acuerdos sociales cuando hay socios que quieren abandonar la sociedad pero obteniendo un buen precio por su parte, los requerimientos reiterados a algunos comuneros para cumplir las normas de convivencia por el rechazo a su presencia, o las protestas sobre la custodia cuando sólo se persigue reivindicar el uso de la vivienda o evitar el abono de pensiones alimenticias. 
Por otro lado la mediación facilita la llamada “justicia restaurativa”. Se persigue no tanto que el Estado evidencie su poder imponiendo la sanción correspondiente, como que el infractor reconozca su culpa, y se esfuerce en reparar o disminuir en lo posible el daño causado. La víctima aspira más que a una sanción que incluso puede llegar a desagradarle, a que sea reconocido su sufrimiento, y a que se palie en el grado en que sea posible, precisamente desde la admisión del daño causado. Un sistema judicial que afronte de ese modo la reacción frente a la infracción satisface más a la víctima y al tiempo cumple con la función que le compete en el entramado institucional democrático. 

En esta tarea restaurativa la mediación cumple un papel esencial, porque permite un contacto civilizado de víctimas y victimarios, ofreciendo algún conocimiento sobre las razones y padecimientos de unos y otros, que permite después buscar fórmulas de reparación y por lo tanto, de satisfacción. Quienes se especializan en mediar en asuntos criminales saben bien que a veces las víctimas que reclaman todo el rigor de la ley dan un vuelco a su idea inicial al conocer a sus agresores, llegando a aceptar el reconocimiento de la culpa y el esfuerzo de reparación, hasta el punto de favorecer el perdón y la reconciliación. 

Los campos en los que la mediación trabaja se van extendiendo en los últimos tiempos, porque el éxito de la autocomposición frente a la imposición, el acuerdo frente al ejercicio de la autoridad, rinde mayores frutos y satisfacciones y propicia una mayor civilidad. Las complejas sociedades en que vivimos necesitan del desarrollo de esta institución en cualquier campo donde se presenten relaciones dialécticas que puedan terminar en conflicto, porque su evitación o encauzamiento ahorra frustración, costes y la perpetuación de esos enfrentamientos.


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